El hombre que se apoderó de
El primer presidente negro de la nación prometió cambio en el momento preciso en el cual ni un solo hombre, aunque estuviera dotado de los poderes comunicativos de Franklin Roosevelt, de la maestría política de Lyndon Johnson o de la descarada agilidad de Bill Clinton, podría cambiar la corriente que ha estado llevando a EE.UU. al desastre durante 30 años.
Este verano numerosos estadounidenses están atemorizados. Más de 100.000 se declaran en bancarrota cada mes. Tres millones de propietarios de casas enfrentan la ejecución hipotecaria este año. Hay que agregarlos a los 2,8 millones que la sufrieron en 2009, el primer año en el poder de Obama. Casi siete millones estuvieron sin trabajo el año pasado durante seis meses o más. Si se suma la gente que ha renunciado a la busca de trabajo, o los que tienen trabajo parcial, el total se acerca a los 20 millones.
La gente atemorizada es irracional. También lo son los racistas. Obama es objetivo de acusaciones demenciales. Un porcentaje considerable de estadounidenses cree que es socialista –una acusación tan ridícula como acusar al Arzobispo de Canterbury de ser un druida encubierto. Obama reverencia al sistema capitalista. Admira a los súper-depredadores de Wall Street que inundaron el tesoro de su campaña con millones de dólares. La horrenda catástrofe del Golfo de México provino directamente de la luz verde que él y su secretario del interior, Ken Salazar, dieron a BP.
No es culpa de Obama que durante 30 años la política de EE.UU. –bajo Reagan, los dos Bush y Bill Clinton– haya sido exportar permanentemente puestos de trabajo al Tercer Mundo. Los puestos de trabajo que los estadounidenses buscan ahora desesperadamente ya no están aquí, en su patria, y no volverán a estar. Están en China, Taiwán, Vietnam, India e Indonesia.
Ningún programa de estímulo, ni la entrega de dinero a contratistas del cemento para que arreglen baches en el sistema federal interestatal de carreteras, van a lograr que vuelvan esos puestos de trabajo. Trabajadores herramentistas altamente capacitados, los aristócratas del sector manufacturero, están asando hamburguesas –en el mejor de los casos– por 7,50 dólares por hora porque las corporaciones de EE.UU. enviaron sus puestos de trabajo a Guangzhou, con la aprobación de políticos del lobby del “libre comercio” cargados de dinero.
No es culpa de Obama que durante 30 años más y más dinero haya flotado a la punta de la pirámide social hasta que EE.UU. está volviendo a donde estaba en los años 80 del Siglo XIX, una nación de vagabundos y millonarios. No es culpa suya que cada ventaja tributaria, cada regulación, cada decisión judicial se orienten hacia las empresas y los ricos. El EE.UU. neoliberal fue conjurado con maligna vitalidad a mediados de los años setenta.
Pero es culpa de Obama que no lo haya comprendido que siempre, desde el primer momento, halagó a los estadounidenses con apologías a su grandeza, sin advertir adecuadamente sobre la corrupción política y corporativa que estaba destruyendo EE.UU. y la resistencia que enfrentaría si luchara realmente contra las componendas prevalecientes que estaban destruyendo EE.UU. Les ofreció un viaje gratuito y fácil hacia un futuro mejor, y ahora ven que era una promesa vacía.
También es culpa de Obama que, como comunicador, no pueda movilizar e inspirar a la nación alejándola de sus temores. Desde sus primeros años aprendió a no ser excitable, a no ser un hombre negro airado que pudiera alarmar a sus amigos blancos en Harvard y a sus posteriores benefactores corporativos. El autocontrol fue su pasaporte para los guardianes del sistema, desesperados por encontrar un líder simbólico que restaurara la credibilidad de EE.UU. en el mundo después de los desastres de la era de Bush. Es demasiado distante.
De modo que ahora los estadounidenses han perdido confianza en él en cantidades crecientes. Por primera vez las evaluaciones negativas en los sondeos sobrepasan las positivas. Ya no cuenta con confianza. Su apoyo baja a un 40%. La maleabilidad que le permitió adular al mismo tiempo a los mandamases corporativos y a los obreros parece ahora el más insulso oportunismo. La promesa casual en la campaña de eliminar a al-Qaida en Afganistán se convierte ahora en una desastrosa campaña vista con consternación por la mayoría de los estadounidenses.
Los sondeos auguran el desastre. Ahora parece que es posible que los republicanos puedan no sólo recapturar
Obama ha buscado a Bill Clinton para que lo aconseje en esta hora desesperada. Si Clinton es franco, recordará a Obama que sus propias esperanzas de un primer período progresista fueron destruidas por el fracaso de su reforma del sistema de salud en la primavera de 1993. Al llegar agosto de ese año, importó a un republicano, David Gergen, para que dirigiera
Obama tuvo su oportunidad el año pasado, cuando habría podido convertir los puestos de trabajo y la reforma financiera en sus objetivos primordiales. Es lo que esperaban los estadounidenses. En vez de ello, hipnotizado por consejeros económicos que eran engendros de los bancos, se lanzó al Mar de los Sargazos de la “reforma del sistema de salud”, desperdició la mayor parte de un año, y terminó con algo que no satisface a nadie.
¿Qué puede salvar ahora a Obama? Cuesta identificar una esperanza a la que se pueda aferrar. Es demasiado pronto para decirlo, pero como dijo Janet Leigh a Orson Welles en Sed de mal: “se te acabó el futuro”.
Alexander Cockburn. Periodista, co-director del bimensual CounterPunch y del sitio internet homónimo (www.counterpunch.org).
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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