viernes, 11 de febrero de 2011

El auténtico y aterrador rostro de la dictadura egipcia
28 horas en las oscuras entrañas de la máquina de tortura egipcia

The Guardian...11/02/2011

El repugnante y rápido chisporroteo del aparato de electrodos resonó como una serpiente de cascabel enfurecida cuando pasó a centímetros de mi cara. Luego estalló un grito de agonía, seguido de un gemido lastimero procedente de la víctima esposada y ojivendada a la que la fuerza de la descarga eléctrica proyectó hacia el suelo.

Una viciosa lluvia de puñetazos y patadas cayó sobre los cuerpos acuclillados a mi lado en medio de fuertes ruidos de golpes. Los torturadores vomitaban insultos a mi alrededor. Sólo más tarde un colega araboparlante me tradujo sus escalofriantes palabras: "En el menú de este hotel solo hay dos platos para aquellos que no se comportan como es debido: electrodos y violación".

Esposado y con los ojos vendados, igual que mis compañeros detenidos, me quedé paralizado. Las palmas de mis manos sudaban y mi corazón se desbocó. Sentí cómo los temblores sacudían mi cuerpo. ¿Sería yo el siguiente? ¿O me salvaría mi condición de extranjero, acreditada por mi pasaporte británico? Sospeché –esperé– que ocurriría lo segundo, y por suerte así fue. Pero no podía estar seguro de nada.

Yo había "desaparecido", igual que innumerables egipcios, en las entrañas de la Mujabarat, el vasto aparato de seguridad e inteligencia del presidente Hosni Mubarak, una organización dirigida hasta hace poco por su vicepresidente y ex jefe de inteligencia Omar Suleiman, el hombre a quien Mubarak ha confiado la tarea de negociar una "transición ordenada" a la democracia.

A juzgar por lo que he visto me parece que ésa es una esperanza vana.

Muchas veces me había preguntado, leyendo los relatos de presos políticos detenidos y torturados en lugares como la Argentina de la Junta militar de la década de 1970, cómo sería encontrarse completamente a merced de un carcelero y depender de él absolutamente para todo: comida, agua, baño. Nunca pensé que acabaría descubriéndolo personalmente. Sin embargo, ahí estaba yo, encerrado en una pequeña habitación en compañía de un grupo de detenidos egipcios que estaban siendo maltratados sin piedad.

Fui entregado a los servicios de seguridad después de que me detuvieran el pasado viernes en un retén policial instalado junto al centro de El Cairo. Yo había volado a Egipto en compañía de un colega británico nacido en Irak, Abdelilah Nuaimi, con el propósito de cubrir la actual crisis de Egipto para la RFE/RL, una emisora de radio estadounidense con sede en Praga.

Sabíamos de antemano que los periodistas extranjeros habían sido blanco de los servicios de seguridad en su intento de contener la revuelta contra el régimen de Mubarak, de modo que nuestro encarcelamiento no era algo único.

Sin embargo, aquello fue diferente. Mi experiencia, a pesar de ser algo muy personal, no se trató en realidad de mí o de los medios de comunicación extranjeros. Me permitió obtener un atisbo –suponiendo que tal cosa sea posible cuando se tienen los ojos vendados– del funcionamiento interno del régimen de Mubarak. Gracias a ella he aprendido todo lo que necesitaba saber sobre las razones por las que este régimen es odiado, temido y abominado por las masas egipcias de a pie.

Nos detuvieron mientras nos dirigíamos a la plaza Tahrir, escenario de las manifestaciones masivas en curso, apenas media hora después de haber salido del aeropuerto de El Cairo.

Policías uniformados y vestidos de paisano se arremolinaron alrededor de nuestro coche, nos pidieron los pasaportes y exigieron inspeccionar mi bolsa. Encontraron un teléfono satelital y uno de los hombres se montó en nuestro coche y ordenó a nuestro conductor que siguiera a un vehículo que iba delante y que nos condujo hasta una comisaría cercana.

Allí un funcionario sometió a nuestro ayudante Ahmed a un intenso interrogatorio: ¿Conocía a algún palestino? ¿Eran miembros de Hamas? Entonces nos ordenaron que volviéramos a movernos y finalmente nos condujeron a un vasto complejo sin identificación situado junto a un edificio de telecomunicaciones.

Fue entonces cuando a Ahmed le asaltó la sensación de peligro real. "Espero que no me golpeen", dijo. Tenía buenas razones para inquietarse.

Nos ordenaron salir del auto y nos vendaron los ojos antes de arrojarnos a otro vehículo en el que nos desplazaron unos cien metros. Luego nos empujaron a lo que parecía ser un patio al aire libre y allí nos esposaron. Oí el rápido chisporroteo de la serpiente de cascabel eléctrica –adiviné inmediatamente lo que era–, y a continuación los gritos de dolor de Ahmed. Un sudor frío se apoderó de mí y pensé que iba a desmayarme o a vomitar. "Me van a torturar", pensé.

Pero no lo hicieron. "Mister Robert, ¿qué le ocurre?", me preguntaron antes de pedirme con incongruente amabilidad que me sentara. Sentí entonces que iba a evitar lo peor. Pero no esperaba alcanzar un conocimiento tan íntimo de lo que eso significaba.

Tras ser interrogado y retenido en una habitación durante horas, al caer la noche me llevaron a otra habitación situada escaleras arriba y allí me dejaron junto con otros presos. Creemos que nuestros captores eran miembros de los servicios internos de seguridad.

Fue entonces cuando la violencia –y el terror– comenzaron de verdad.

Al principio no di importancia a los sordos ruidos de golpes. Pero comencé a comprender cuando, en medio de los gritos, oí cómo frotaban las barras de electrodos. Mi colega Abdelilah, que estaba retenido en la habitación contigua, me contó más tarde lo que dijeron a continuación los torturadores.

"Tened listos los electrodos. A este grupo tenemos que hacerle sufrir de verdad", dijo un guardia mientras introducían a un nuevo grupo de prisioneros.

"¿Por qué le has hecho esto a tu país?", gritó un carcelero mientras torturaba a su víctima. "Está prohibido hablar aquí, ¿entiendes?", le dijeron a otro prisionero. El prisionero no respondió. Golpe. "¿Lo has comprendido?" Silencio. Más golpes. "¿Lo entiendes?" El prisionero: "Sí, lo entiendo". El verdugo: "Te he dicho que está prohibido hablar aquí", seguido de una cascada de golpes, patadas y descargas eléctricas.

Exhaustos, los presos cayeron dormidos y comenzaron a roncar con fuerza, provocando otra ronda de ataques furiosos. "Estás cometiendo un pecado", murmuró un detenido herido con voz débil y lastimosa.

Ansioso de ver a mis compañeros, disimuladamente moví un poco la venda de mis ojos. Pude ver brevemente a tres jóvenes –dos de ellos tenían pobladas barbas que les daban aspecto de islamistas y tenían las manos esposadas a la espalda (las mías estaban esposadas por delante)– antes de que mis captores se dieran cuenta de lo que había hecho y me apretaran la venda más fuertemente.

La brutalidad continuó hasta que de pronto me ordenaron que me pusiera en pie y me empujaron a una habitación en la que me comunicaron que iba a ser trasladado al aeropuerto. Me devolvieron mis pertenencias y miré al reloj. Eran las 17:00 horas. Había estado en cautividad 28 horas.

La ordalía casi había concluido, faltaban solo otras 16 horas de espera en unas dependencias de deportación del aeropuerto. Había sido una pesadilla, pero nada comparado con lo que habían padecido mis compañeros egipcios cautivos.

Más tarde me enteré de que nuestro ayudante Ahmed había sido liberado al mismo tiempo que yo y que Abdelilah. Les contó a sus amigos que “le habían tratado muy bien", pero que tenía contusiones "por haber dormido en el suelo". Yo me había desplazado a El Cairo para averiguar qué es lo que está haciendo padecer a tantos egipcios. Nunca imaginé que iba a saber la respuesta de forma tan gráfica.

Robert Tait es corresponsal de la RFE/RL. Anteriormente fue corresponsal de The Guardian en Teherán y Estambul

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