Introducción del editor de Tom Dispatch
En los campamentos de Ocupad Wall Street en el sur de Manhattan, se puede encontrar casi cualquier cosa. Como el cartel alzado por un veterano marine con una camiseta “No me pisotees” (con una pegatina “Prohibid ahora la fracturación” en una manga) y pantalones militares: “He combatido por mi país por segunda vez, es la primera vez que he conocido a mi enemigo”. Podría darte escalofríos. Y luego estaban las mujeres ya mayores que me arrinconaron en una visita al campamento. Se destacaban en parte porque Zuccotti Park es sobre todo un operativo para jóvenes y en parte porque insistían en mostrarme una petición. Era un llamado a detener la fracturación –la práctica de inyectar agua y productos químicos potencialmente peligrosos en formaciones de roca para liberar gas natural- que puede envenenar el agua potable local. (Lo firmé.)
Ese veterano y esas mujeres fueron recuerdos vivientes de que, junto a las quejas económicas del nuevo movimiento concentradas en Wall Street, hay otras cosas “demasiado grandes para fracasar” en este país que amenazan con derribarnos a todos. Si también se incorporan a este movimiento, puede llevar a un movimiento que habrá que tener en cuenta. Después de todo nuestras guerras, incluida la que ya tiene diez años en Afganistán, y la guerra global contra el terror alimentada por drones (así como por los especuladores del complejo militar-industrial-de seguridad nacional que los acompañan) han resultado un cenagal de corrupción y fracaso, así como un gasto innecesario del tesoro nacional.
Al mismo tiempo, la demencial búsqueda de las grandes petroleras de hasta la última gota de combustible fósil en las Américas o en la Tierra, no importa cuán sucio o destructivo del medio ambiente sea, amenaza –como lo puede indicar nuestro último año de mal tiempo– con desestabilizar el propio planeta y degradar aún más nuestras vidas. En el caso del entorno ya existe una especie de movimiento “ocupad” en formación, en particular para protestar contra el oleoducto Keystone XL de 2.750 kilómetros que va a transportar el “petróleo crudo” de las arenas bituminosas canadienses al Golfo de México. Para que comience su construcción, sin embargo, tienen que considerar su “impacto ecológico” y luego el presidente debe dar su aprobación.
Como en Wall Street, como en nuestras guerras, también en este caso la corrupción resulta demasiado profunda para penetrar en ella. The New York Times informó recientemente de que el Departamento de Estado solicitó un estudio presuntamente imparcial del impacto ecológico a “una compañía con vínculos financieros con el operador de oldeoductos [TransCanada]... Por recomendación de TransCanada, el Departamento contrató a Cardno Entrix, un contratista medioambiental basado en Houston, a pesar de que había trabajado anteriormente en proyectos con TransCanada y describe a la compañía de oleoductos como ‘cliente importante’ en sus materiales de mercadeo”.
Cuesta ser más sórdido que eso. Bill McKibben, colaborador regular de TomDispatch, quien escribió recientemente un artículo de opinión en elTimes sobre otro aspecto de la corrupción del gobierno en los oleoductos, ha estado en la primera línea del movimiento “ocupad” medioambiental, e informa al respecto para TomDispatch. Lo que sigue es su última misiva desde el frente de batalla. Tom
¿Dónde quedó el atractivo del presidente?
Obama y la corrupción de las grandes petroleras
Bill McKibben
Para los conocedores, los correos electrónicos de recolección de fondos de Barack Obama para la campaña electoral de 2012 parecen algo desesperados, recuerdos algo flojos de la última vuelta.
Hace cuatro años por estas fechas, los usuarios precoces entre nosotros comenzábamos a acostumbrarnos al flujo regular de correos electrónicos de la campaña de Obama. En realidad eran misivas interesantes, porque se parecían menos a solicitudes de dinero que a una posibilidad de unirse a un movimiento.
A veces llegaban vídeos inspiradores de Camp Obama, especialmente las sesiones de entrenamiento de voluntarios celebradas por el gurú de la organización, Marshall Ganz. El siguiente es un favorito mío: una mujer invoca a Bobby Kennedy y César Chávez y dice que, mientras pasaba el fin de semana, “sentía que su corazón se ablandaba”, que su cinismo “se fundía”, y su determinación crecía. Recuerdo ese sentimiento, y recuerdo haber hecho clic una y otra vez a fin de enviar otros 50 dólares para financiar esa misión empoderada por el pueblo. (Y recuerdo que también golpeé muchas puertas en Nuevo Hampshire, con mi hija de 14 años.)
No es sorprendente, por lo tanto, que todavía esté en la lista de correo. Pero esta vez no he hecho clic. Ni siquiera cuando el propio Barack Obama me pidió que “donara hoy 75 dólares para participar automáticamente en una posibilitad de cenar conmigo”. Ni siquiera cuando el gerente de la campaña, Jim Messina, señaló que, aunque “el presidente tiene muy poco tiempo para cualquier cosa que tenga que ver con la campaña… prefiere usarlo como sigue, teniendo conversaciones reales, sustantivas, con gente como usted” durante la cena que usted podría ganar. (Y si usted gana, lo pondremos en un avión a “Washington, o Chicago, o dondequiera que él se encuentre ese día”.)
Ni siquiera cuando el gerente adjunto de la campaña, Jen O’Malley Dillon, me ofreció que “me hiciera dueño de esta campaña” al donar y, como “un bonus adicional”, posiblemente me encontraría “al otro lado de la mesa con el presidente”. Ni siquiera cuando Michelle rebajó el precio del ingreso de 75 a 25 dólares y ofreció un poco de tranquilidad: “Simplemente descanse, Barack quiere que esa cena sea divertida, y realmente le encanta conocer a partidarios como usted”. Ni siquiera cuando, horas antes del “plazo” a finales de septiembre de la recolección de fondos, el propio Barack bajó el precio a tres dólares. ¡Dios mío, respétese un poco! ¿Tres dólares?
Comienzo a pensar que lo que Obama nunca comprendió fue que sí, que para la mayoría de nosotros la campaña de 2008 tuvo que ver en parte con él, pero más con la campaña en sí, con el repentino sentimiento de poder que se había apoderado de una población acostumbrada a Internet, que se sintió capaz de tener una verdadera esperanza. Esperando que tal vez había encontrado un candidato que escaparía de la consagrada corrupción monetaria de Washington.
Ninguno de nosotros dio 50 dólares a la espera de un favor. Todo lo contrario. Uno daba 50 dólares esperando que, por primera vez en mucho tiempo en la política estadounidense, nadie recibiera un favor. Y el candidato, hay que decirlo, nos motivó. Sus vuelos retóricos eran despampanantes, a los ecologistas como yo, les prometió “liberar a esta nación de la tiranía del petróleo de una vez por todas” y prometió que su gobierno marcaría el momento en el cual “el ascenso de los océanos comenzó a ralentizarse y nuestro planeta empezó a curarse.”
Una vez que estuvo en el cargo, era inevitable que nos desilusionara hasta cierto punto. De hecho, sabíamos que llegaría la desilusión y nos preparamos para ella. Después de todo, nuestro movimiento se enfrentaba al asombroso poder de los intereses creados corporativos y financieros. Cuesta derrotar al gran capital. A pesar de todo, no nos importaba pensar: Sí podemos. Trabajaremos duro. Tenemos vuestro apoyo. ¡Adelante!
Lo que no comprendimos es que Obama no quería nuestro apoyo, que en cuanto terminase la campaña nos lanzaría a la deriva, descartaría el movimiento que lo había llevado al poder. En lugar de utilizar a esos millones de personas para imponer ambiciosas propuestas de atención sanitaria o una legislación climática seria o [poned vosotros lo que queráis], gobernó como lo contrario de un candidato del movimiento.
Evidentemente no tenía el menor interés en mantener activa y comprometida esa red. Aunque lo habíamos llevado a la fiesta, fue como si en realidad no quisiera bailar con nosotros. En vez de eso –por dolorosa que pueda ser la imagen– quería bailar con Larry Summers. (Idea para juntar fondos: Yo pagaría 75 dólares a fin de estar seguro de no cenar nunca jamás con Summers.)
A medida que los meses de su gobierno se convertían en años, cada vez parecía interesarse menos por movimientos de cualquier tipo. Sin que pasase mucho tiempo, gente como Tom Donahue, presidente y director ejecutivo de la Cámara de Comercio de EE.UU. estaba en cabeza de la lista de los visitantes más frecuentes de la Casa Blanca. Y eso fue antes del invierno cuando –después que habían sido los mayores donantes para los candidatos al Congreso del Partido Republicano– Obama fue de rodillas a la central de la Cámara, pidiendo disculpas por no haber llevado un pastel de frutas de regalo. (¿Qué le pasa a este sujeto con la comida? En todo caso pronto les dio un regalo mucho mejor, al contratar al conocedor de la Cámara, Bill Daley, como su jefe de gabinete.)
Ahora, mientras cae su popularidad, Obama y sus consejeros hablan de “virar a la izquierda” para la elección. Hermoso pensamiento, pero tal vez sea un poco tarde.
Me parece que aquellos de nosotros que estuvimos dispuestos a acompañarlo hace cuatro años vamos a abandonar los canales normales y a buscar otras formas de acción. Un ejemplo: a finales del año pasado el presidente dijo que tomará una decisión sobre el oleoducto Keystone XL, que llevaría petróleo crudo de las arenas bituminosas del norte de Alberta al Golfo de México. Los principales climatólogos de la nación enviaron una carta al gobierno indicando que una acción semejante sería desastrosa para el clima. James Hansen de la NASA, máximo investigador del clima del gobierno, dijo que la fuerte explotación del petróleo de las arenas bituminosas, una forma particularmente “sucia” de combustible fósil, significaría “el fin del juego para el clima”. Nueve Premios Nobel de la Paz señalaron en una carta al presidente que el bloqueo del oleoducto planeado le presentaría un verdadero momento de liderazgo, una “tremenda oportunidad para iniciar la transición de alejarnos de nuestra dependencia del petróleo, el carbón y el gas”.
Pero todos los indicios de su gobierno sugieren que está dispuesto a otorgar el permiso necesario para un proyecto que tiene el respaldo entusiasta de la Cámara de Comercio, en el cual los Hermanos Koch tienen un “interés directo y sustancial”. Y no solo el respaldo. Para usar las palabras de un reciente artículo del New York Times, están dispuestos a “pasar por alto la intención de la ley federal” para hacerlo. También hay que estudiar lo siguiente: el Departamento de Estado, por recomendación de TransCanada, constructor del oleoducto Keystone XL contrató a una segunda compañía para realizar el estudio ecológico. Esa compañía ya se consideraba “cliente importante” de TransCanada. Es simplemente corrupto, potencialmente el mayor escándalo de los años de Obama. Y lo importante es que es un crimen que todavía está en progreso. Es una depresión interminable ver que el presidente no hace nada para detenerlo.
Para muchos de nosotros ha sido una tardía llamada de atención, un fuerte recuerdo de a quién escucha realmente el presidente. A mediados del verano, varios dirigentes del movimiento ecológico, incluido yo mismo, llamamos a acción civil no violenta de desobediencia ante la Casa Blanca por la próxima decisión sobre el oleoducto Keystone. Y más personas que en los últimos 40 años –1.253 en total– se presentaron para que las arrestasen. (Un motivo por el cual los correos de Obama hieden ahora: el que solía escribir muchos de ellos, Elijah Zarlin, no solo ya no trabaja para la campaña, sino se lo llevaron en un furgón policial.)
Apenas han pasado unos meses y ese récord de arrestos ya está amenazado, gracias a Dios, por las fuerzas de Ocupad Wall Street, un movimiento que incluye a muchas más personas de las que se sumaron con tanto entusiasmo para apoyar a Obama en 2008.
Obama tuvo atractivo cuando sabía que no se trataba de él, sino del cambio. Pero cuando uno promete cambio tiene que cumplir. Su última oportunidad puede ser la decisión del oleoducto Keystone, que puede tomar enteramente solo, sin que nuestro inútil Congreso pueda ponerse en su camino. Por lo tanto el 6 de noviembre, exactamente un año antes de la elección, queremos rodear de gente la Casa Blanca. Y los letreros que llevaremos serán simplemente citas de su última campaña, todo eso que dijo sobre la tiranía de las grandes petroleras y la salud del planeta.
Nuestro mensaje será simple. Si no quería decir eso, no debería haberlo dicho. Si lo quería, ahora tiene la oportunidad de probarlo. Rechace el oleoducto.
No queremos cena. Queremos acción.
Bill McKibben es organizador en tarsandsaction.org, colaborador regular de TomDispatch, y académico distinguido Schumann en Middlebury College. Su libro más reciente es: Eaarth: Making a Life on a Tough New Planet.
Copyright 2011 Bill McKibben