En Honduras no hay que apostarle a otra cosa que no sea la legítima lucha por la refundación del país, sobre la base del poder constituyente que reside en su pueblo. |
Primero, hagamos como si hubiesen sido unas elecciones legítimas. Lo que encontramos son unos resultados que no bastan para defender que fueran un éxito. Incluso el Instituto Nacional Demócrata, una de las pocas instituciones que verificaron las elecciones, ha señalado que sólo un 47.6% de la población acudió a las urnas, lo cual no sólo contradice las cifras del tribunal electoral golpista, sino que se trata de una abstención superior a la de las elecciones del 2005 [La Prensa Gráfica, 2 de diciembre de 2009].
Pero sólo tiene sentido seguir con el jueguito de los porcentajes si queremos mostrar el rechazo del pueblo hondureño a unas elecciones que ya eran ilegítimas. Así lo manifestaron anticipadamente varios países latinoamericanos, entre ellos Venezuela, Brasil, Argentina, Paraguay y Bolivia, que anunciaron “su desconocimiento a un proceso ilegal que se celebraría bajo el golpe de Estado”. En otras palabras, estas elecciones no debían hacerse y punto.
¿Cómo se pueden confiar unas elecciones a fuerzas golpistas? La cadena TeleSur nos mostró imágenes de varias personas golpeadas, gaseadas y capturadas en San Pedro Sula, información que no fue desmentida por otros medios, aunque las imágenes brillaron por su ausencia en TVE o CNN. Nada raro en el caso de esta última, que calificó al golpe desde el principio como una “expulsión forzosa”, regalándonos con un eufemismo para la historia.
¿Y quién garantiza que el elegido no será derrocado en un par de meses? En realidad, lo vergonzoso es que ya tenemos indicios de que eso no sucederá. ¿Cómo lo sabemos? Basta con leer las primeras declaraciones de Porfirio Lobo, el candidato que obtuvo más votos: su sometimiento al aparato económico, político y militar golpista es cosa segura. Eso significa que le dará la espalda al pueblo, mantendrá el statu quo y garantizará que Honduras siga siendo uno de los países más pobres de América. Al menos este Lobo no se viste de oveja.
Ahora que el Congreso dominado por los golpistas ha impedido que el Presidente Manuel Zelaya termine su mandato, sólo estamos viendo lo que sabíamos que iba a pasar. Incluso usaron como “argumento” el rechazo de Zelaya a las elecciones y su posterior restitución, algo en lo que, por otra parte, le asiste la razón, ya que no tiene ningún sentido restituir a un presidente legítimo después de unas elecciones organizadas por el gobierno de facto. En todo caso, parece ser que Mel pecó de ingenuo; aunque sus cálculos comenzaron a fallar desde mucho antes, cuando aún confiaba en el apoyo de Estados Unidos.
Por ahora, Micheletti tiene razones para regocijarse, pero no sólo él. Algunos despistados han señalado que las elecciones del domingo son un fracaso para el Presidente Obama, revelando una ingenuidad tan aguda que enternece. Obama (sonrisa incluida) y la Secretaria Clinton fueron conniventes con el golpe, desde las primeras “vacilaciones”. Por eso no nos asombra para nada que su principal peón, el Presidente Arias (¡Otro Nobel de la Paz!), propusiera un acuerdo que no ha sido respetado y aún así avalara las elecciones. ¿Deberíamos extrañarnos de que ahora manifiesten su “decepción”, al mismo tiempo que dicen que la votación de los congresistas fue “abierta y transparente”?
Más grave, a mi juicio, es el fracaso de una declaración unánime contra las elecciones por parte de la Cumbre Iberoamericana. Reconozco que puede ser largo de explicar por qué uno está en contra de estas elecciones y no de otras (las que se realizaron el mismo día en Uruguay, por ejemplo), pero no soy tan cándido como para creer que se trata de un problema teórico o argumentativo. El fracaso en la Cumbre se debió a la sombra de Estados Unidos y a la presión que sin duda ejerce sobre algunos países de la región. La misma Unión Europea parece inclinarse por una postura similar a la estadounidense, como lo confirmaron las recientes declaraciones del Ministro Moratinos, aunque aún hay que esperar la posición definitiva del organismo.
Y, ya que venimos hablando de Lobos, ¿qué tal si nos enfocamos en Caperucita? Me refiero al Presidente Mauricio Funes, y su posición ambigua, que no puede siquiera justificarse como un cálculo pragmático. Incluso sus últimas declaraciones no tienen sentido: La cuestión no es quién le pone la banda presidencial a quién, sino qué pasará con ese país. ¿Cómo se le ocurre que unas elecciones ilegítimas pueden garantizar un retorno de la democracia?
Si el Presidente Funes admira tanto al Presidente Lula, ¿por qué no siguió su ejemplo, condenando unas elecciones cuyo objetivo claro era darle legitimidad al golpe de Estado? El Ministro brasileño Celso Amorim dejó muy claro que las diferencias con Estados Unidos en este tema no ponen en peligro las buenas relaciones entre ambos países. Es cierto que no somos tan grandes como Brasil ni estamos tan lejos de Honduras (ni de Estados Unidos), pero, ¿no era una buena oportunidad para hacer historia, y mostrar una actitud digna e independiente, a la vez que realista?
Precisamente, el realismo nos obliga a formular la pregunta correctamente: ¿Qué le queda ahora al pueblo de Honduras? La única salida la encontramos en los mismos acontecimientos y en las voces de la Resistencia: hay que apoyar la convocatoria a una Constituyente. No tiene sentido hablar de “un gobierno de unidad nacional” (que puede ser cualquier cosa) o una “comisión de la verdad” (que podría engrosar la lista de esfuerzos inútiles en esa línea). Está claro que el gobierno de unidad es una quimera, ya que supone lo imposible: que todos los sectores sociales tienen los mismos intereses o que estamos en posesión de la fórmula para que esos diversos intereses coincidan en el “interés general”. Ambas cosas no están a la vista y las propuestas planteadas no lo conseguirán.
En Honduras no puede restablecerse “la normalidad democrática y constitucional”, porque tal cosa siempre ha tenido mucho de farsa. Lo que tenemos que decir es que Honduras no debe volver a la normalidad, porque se trata, más bien, de hacer su refundación. Por eso mismo, la Resistencia debe volver a Honduras un país ingobernable para el nuevo Lobo, agudizando el conflicto con los golpistas, para obligarlos a reconocer que su proyecto será un fracaso. Claro que esta agudización no debe ser equivalente a extremismo, prácticas terroristas o violencia indiscriminada, sino a una radicalización de la democracia.
Dicha radicalización parte del reconocimiento de una diferencia fundamental entre el poder constituido y el poder constituyente: “El golpe de Estado en Honduras es un golpe del poder constituido contra el poder constituyente inalienable del pueblo hondureño. Los representantes del pueblo, elegidos por él, y miembros del poder constituido, son siempre mandatarios con poder limitado, de quien retiene el poder originario: el pueblo” (Antonio Salamanca Serrano). Efectivamente, el pueblo hondureño está en su derecho de hacer todo lo que esté a su alcance para convocar “una Asamblea Constituyente que refunde el país con una constitución del pueblo, hecha por el pueblo y para la vida del pueblo”.
Sacando lecciones de los desaciertos cometidos hasta ahora (incluidos los de Mel, la Resistencia y parte de la comunidad internacional democrática), en el apoyo realista a la democracia en Honduras no debemos cometer el mayor de los errores: apostarle a otra cosa que no sea la legítima lucha por la refundación del país, sobre la base de ese poder constituyente que reside en su pueblo. Sólo así, el golpe, la farsa electoral y sus Lobos serán arrastrados por los vientos del cambio. Y podremos decir: el golpe ya es historia.
Carlos Molina Velásquez. Académico y columnista salvadoreño.
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