Nadar contra una fuerte corriente es lo que hace el Movimiento de Víctimas de los Crímenes de Estado (MOVICE) en Colombia, donde las mayorías en Congreso y Cámara están alineadas con los dictámenes del presidente Álvaro Uribe, que ahora aspira a una segunda reelección, aunque en su empeño viole lo establecido por la Constitución. En casos tan graves como los miles de asesinatos de jóvenes pobres por parte de militares, que son presentados como guerrilleros y luego canjeados por reconocimientos y medallas, eufemísticamente llamados “falsos positivos”, la Fiscalía General de la Nación avanza a paso lento y sin ganas.
Instituciones como el Consejo Nacional de la Judicatura, un estamento burocrático con el que Álvaro Uribe, en los tiempos remotos de la primera candidatura presidencial prometió acabar, ahora se mantiene como un apéndice aún más funcional y sometido. La Procuraduría General de la Nación, el “ente autónomo de control y vigilancia de la función pública de los empleados del Estado”, no sólo no controla ni vigila, sino que tampoco es autónomo, y al propio Procurador General, Alejandro Ordóñez, se le reconoce en el país como “el absolvedor”, pues desde su arribo a la institución se ha distinguido por la eficiencia para eximir de culpa a toda clase de militares y funcionarios uribistas vinculados con masacres y paramilitarismo.
En la otra orilla, una institución como la Corte Suprema de Justicia, que se ha negado a nombrar el nuevo Fiscal General de una terna presentada por el presidente, por considerar que los postulantes no reúnen las condiciones mínimas necesarias para el cargo, ha sido objeto de toda clase de vituperios por parte del mandatario, de ataques descarados de sus funcionarios, e, incluso, de interceptaciones telefónicas o “chuzadas”, por parte del DAS, el organismo de inteligencia del Estado adscrito a Presidencia.
En la corriente desenfrenada y unidireccional del actual gobierno colombiano, que se lleva sin pudor los diques constitucionales y legales, y no digamos los morales y éticos que interpone cualquier institución, es donde el MOVICE actúa con empeño y tesón, a veces como un clamor solitario, pero también con una postura política clara. El Estado colombiano, como responsable por acción, confabulación, omisión o permisividad, tiene una evidente responsabilidad en muchos de los crímenes cometidos contra los propios colombianos. Del mismo modo, el Estado tiene la obligación de responder ante las víctimas, las familias, las organizaciones y ante toda la sociedad colombiana, garantizando el derecho a la verdad, la justicia, la reparación integral, y, sobre todo, la garantía de que no se repetirán esos crímenes.
Iván Cepeda Castro, además de escritor y periodista, es un destacado líder de los derechos humanos en Colombia y vocero del Movimiento de Victimas de Crímenes de Estado (MOVICE), organización nacida en 2003 que agrupa a familiares de víctimas de crímenes de lesa humanidad y a algunas organizaciones que trabajan por los derechos humanos.
Iván Cepeda ha vivido en carne propia la violencia ejercida por el Estado colombiano, como hijo del senador Manuel Cepeda Vargas, asesinado en 1984, durante el genocidio llevado a cabo contra la Unión Patriótica, un partido político que fue víctima de una persecución intencional y sistemática que lo condujo al exterminio.
Conversamos con Iván Cepeda en Madrid, ciudad que ha sido escenario del lanzamiento de una campaña internacional de más de 30 organizaciones europeas de derechos humanos para llamar la atención sobre la persecución que enfrentan los defensores de derechos humanos en Colombia, por parte de las instancias estatales que deberían brindarles garantías.
Como vocero de las víctimas de los crímenes de Estado en Colombia, ¿qué sensación le produce llegar a Europa y percibir que el Gobierno colombiano se ve como un gobierno democrático, que cumple los requisitos mínimos para ser tratado con deferencia por la Unión Europea?
No me sorprende. En el caso de España, para decir las cosas por su nombre, hay importantes inversiones del capital transnacional en Colombia. Para citar sólo un caso: en estos días se debate en manos de quién quedará el tercer canal de la televisión, y el grupo PRISA tiene un importante interés en esta concurrencia. Entre las propiedades de este grupo, figura “El Tiempo”, el principal diario colombiano, dirigido por la familia Santos. Esa familia gobierna el país. Por lo menos, ha ocupado un lugar importante en ambos gobiernos del presidente Álvaro Uribe. El vicepresidente del país, Francisco Santos, es uno de los principales accionistas de esa casa editorial, y el ex ministro de Defensa, que también es candidato para las próximas elecciones presidenciales, Juan Manuel Santos, también es accionista y dueño del periódico. No son, pues, sólo coaliciones o alianzas. Son verdaderos consorcios.
Así que el hecho de que se elogie al presidente Uribe, un gobierno que a duras penas puede sobrellevar un día sin un escándalo –lo que incluyen hechos criminales, como los llamados “falsos positivos” y situaciones aún más evidentes-, pues que un gobierno extranjero lo elogie, lo único que implica es que sus intereses deben ser protegidos. Pero cada día es menos posible ocultar esa situación. Es un gobierno que se ha venido mostrando en todas sus facetas de corrupción y criminalidad en los últimos años.
Y yo creo que sí, que hay quienes se esfuerzan por mantener ese tipo de coartadas, para ocultar una situación tan grave como la que hay en Colombia, pero también hay una conciencia creciente en la comunidad internacional sobre lo que el gobierno del presidente Uribe representa realmente. Para decirlo con claridad, uno de los aparatos criminales más mortíferos y destructivos que ha habido en los países de América Latina.
¿Alguna vez han tenido las víctimas en Colombia algún espacio de interlocución con el poder para incidir en lo que se llama allí la legislación “de paz” o en la política de construcción de la llamada “reconciliación”?
No. El Gobierno y el Poder Legislativo, en su gran mayoría, responden a los intereses del aparato criminal que ha producido tantas víctimas en Colombia. De ahí que no es un interlocutor, sino más bien un enemigo constante de estos procesos. Pero a pesar de que el Gobierno se ha empeñado, por todas las vías posibles, en que esos procesos no se puedan abrir paso, gracias a la acción de las organizaciones de víctimas, las organizaciones de derechos humanos, los abogados y los jueces dignos que tiene el país, en los últimos años se ha logrado producir un avance efectivo.
Ese avance se ve materializado en que más de cien funcionarios estatales, entre ellos un número significativo de congresistas, han sido llevados a las cárceles. Que muchos miembros de la Fuerza Pública han comenzado a ser llamados ante los tribunales y que el fenómeno de la llamada “parapolítica” y los crímenes cometidos por el paramilitarismo se ponen en evidencia. Y cuando se ha ido reconociendo la realidad de que en Colombia ha funcionado la criminalidad de Estado.
Pero eso no es gracias al gobierno ni a la interlocución con el gobierno, sino que es el resultado de una lucha tesonera, dada en condiciones muy desiguales y siempre peligrosas, que han llevado a cabo las víctimas en sus regiones: los campesinos, los indígenas, las mujeres, muchas asociaciones de personas que han logrado ir construyendo este camino hacia los derechos humanos en el país.
Cuando se habla de crímenes de Estado, son conocidas las víctimas de los casos argentino o chileno, pero Colombia es una caja negra: no hay conocimiento de cuál es la dimensión de las víctimas y cuál es la realidad que ustedes afrontan cuando deciden no callar y exigir justicia, verdad y reparación.
Bueno, las cifras son cada vez más completas y claras. Estamos hablando de cerca de 50.000 personas desaparecidas en Colombia en los últimos 20 años, una cifra que supera de largo a países como Argentina y Chile, y a algunos centroamericanos. Hablamos del 10% de la población desplazada, más de 4 millones de personas; más de 150.000 homicidios y una gran destrucción de las comunidades: 18 pueblos indígenas están al borde del exterminio en procesos que sin lugar a dudas se pueden catalogar como genocidios, y también de sectores como los sindicalistas y los defensores de derechos humanos, que han sido víctimas de crímenes continuos durante estos dos decenios.
En Colombia, estamos en presencia de una criminalidad del sistema, con múltiples expresiones, que tiene la connotación de no ser apenas la violencia que se presenta en un conflicto armado, sino una violencia que promueve el Estado para eliminar, anular, neutralizar a organizaciones enteras de activistas sociales. Y una violencia que además tiene la connotación de intentar presentar a sus víctimas simplemente como personajes encubiertos que actúan en nombre de la guerrilla.
Para entender mejor de qué estoy hablando, traigo a colación sólo un caso. Hace un año tenemos en la cárcel a Carmelo Agámez. Es el líder de los campesinos de San Onofre, un poblado al norte de Colombia que se convirtió en una especie de campo de concentración -y lo digo literalmente, no es una exageración- de los grupos paramilitares. En esa población de 50 .000 habitantes, las personas fueron sometidas durante años a un régimen de campo de concentración donde se les imponía un estricto régimen de vida: una hora para despertarse y acostarse, los paramilitares disponían de las mujeres, de las personas para esclavizarlas como peones en sus fincas… En fin, un régimen dantesco. Allí, Carmelo Agámez logró organizar al movimiento campesino y llevó a la cárcel, no solamente a los paramilitares, sino a sus aliados políticos, sus jefes políticos. Y una vez que se logró esto, Carmelo fue acusado de aliado de los paramilitares. Él, que toda la vida fue su víctima, terminó siendo acusado por ellos, como forma de venganza, para llevarlo a la cárcel. Hace un año que Carmelo está en prisión. Fui a visitarle hace unos meses. En la prisión hay 70 personas: 69 son paramilitares y políticos aliados de los paramilitares, y Carmelo vive en compañía de esta gente. Como puede entenderse, es una situación de inmensa peligrosidad, y, a pesar de eso, Carmelo sigue sosteniendo su lucha desde la cárcel.
La campaña electoral ya comenzó en Colombia, y la retórica belicista con respecto a Venezuela trata de rendir resultados en términos de apoyo al gobierno, o de solapamiento de otros problemas que tiene el país. ¿Cuál es la opción de las víctimas en este contexto, donde parece cada vez más difícil hablar de las situaciones de violación de derechos humanos y de lo que hay que reparar dentro del país?
Yo creo que nosotros estamos cada vez más cerca de una acción política directa. El movimiento de víctimas ha dado una lucha jurídica, una lucha por ganar espacios, pero eso se muestra cada vez más insuficiente. No basta con meter a los políticos a la cárcel: hay que ganar espacios políticos. Y creo que el movimiento social en Colombia ha comenzado una discusión sobre ese tema. Existen partidos políticos, es cierto, pero las víctimas y los movimientos sociales quieren tener poder, y quieren ejercer el poder.
Ahora, lo que está ocurriendo en Colombia en relación con Venezuela es una estrategia de largo alcance. Hay que recordar que, en los últimos años, se han ido produciendo, uno tras otro, varios golpes de Estado. Primero se dio un golpe de Estado al presidente Hugo Chávez, posteriormente se intentó dar un golpe al presidente Evo Morales, más recientemente en Honduras se ha producido el golpe impune del señor Micheletti. Aquí lo que hay es un plan claramente articulado para acabar con estos gobiernos, y, sobre todo, para acabar con el proceso de integración latinoamericana.
Aquí el objetivo esencial no es uno u otro gobierno, es la unión de los países latinoamericanos en torno a una nueva política, a una nueva economía, a un nuevo tipo de relaciones que puedan configurar una fuerza que se oponga con claridad a unas relaciones tradicionalmente coloniales e imperiales.
En este contexto, por supuesto, el gobierno del presidente Uribe es una pieza central. Algunos hablan ya de que Colombia es una especie de portaaviones de Estados Unidos en América Latina, y creo que no son palabras exageradas. Estamos asistiendo a un contexto en el cual se ha creado una plataforma para agredir de manera clara ese proceso de integración. Y en las elecciones que vienen ése va a ser un tema a discusión, por supuesto, y las víctimas vamos a tomar partido y a tomar opción por enfrentarnos a ese tipo de proyectos que quieren destruir la unidad latinoamericana.
¿Cuáles son las exigencias de las víctimas en Colombia hacia la Unión Europea y sus gobiernos en cuanto a la política exterior que deberían seguir con respecto al Estado colombiano?
Yo creo que los gobiernos colombianos han sido tratados con una extrema indulgencia, por decirlo de la manera más eufemística. Se ha tolerado durante años, a través de declaraciones supremamente tímidas, una situación que, de lejos, es la más grave en cuanto a derechos humanos en el hemisferio occidental.
Hablamos de un país que tiene una guerra de 50 años, el 10% de su población en la miseria por el desplazamiento forzado, un país en el que los crímenes de personalidades y de personas que defienden los derechos humanos son hechos cotidianos.
Y a todo esto se intenta poner siempre paños de agua tibia diciendo que son situaciones producto del terrorismo, producto de la lucha contra el narcotráfico.
Es hora de que los gobiernos europeos dejen la hipocresía, afronten los hechos que suceden en Colombia con la gravedad que tienen y propongan salidas acordes. No digo que todos los gobiernos se comporten de esta forma, pero hay sectores y partidos políticos en Europa para los cuales es tolerable una situación que, vista de manera objetiva, no es otra cosa que un inmenso río de sangre. Una realidad totalmente antidemocrática y contra los derechos humanos.
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