El triunfalismo ritual sobre la justa misión de EE.UU. en las últimas frases de su discurso no disipó la clara impresión causada por el discurso del presidente Obama ante los cadetes de West Point del martes por la noche, de que estaban escuchando a un hombre derrotado por el desafío de justificar el envío de 30.000 soldados más a Afganistán. Contrariamente a las trilladas referencias a su “retórica elocuente,” el discurso fue terrestre y presentado de modo mecánico.
Obama no convenció con sus argumentos y complació a pocos. Los liberales se enfurecieron cuando le oyeron decir que es “de nuestro interés nacional vital” enviar a 30.000 soldados más a una misión que consideran condenada desde el principio.
Los vítores de los derechistas cuando oyeron hablar del despliegue se ahogaron en sus gargantas al oír la línea siguiente: “Después de 18 meses, nuestros soldados comenzarán a volver a casa.”
Ningún estadounidense maduro, acostumbrado a los chanchullos inextirpables que han florecido durante decenios en cada ciudad de importancia en EE.UU., cree en una promesa de que la corrupción se eliminará en Afganistán en un año y medio, o en que Karzai tenga alguna credibilidad como responsable de la limpieza.
Cada proposición de la justificación de Obama se derrumba al primer contacto, en primer lugar la comparación con la conclusión de la misión de EE.UU. en Iraq. En Washington consideran axiomático que la ‘oleada’ en Iraq dio resultados –que los soldados adicionales solicitados al presidente Bush por el general Petraeus cambiaron la situación.
Pero lo que verdaderamente cambió la situación en Iraq fue la victoria de los chiíes en Bagdad y en otras ciudades importantes en su sangrienta guerra civil contra los suníes. La mayoría de los combatientes suníes vieron que no les quedaba otra alternativa que forjar una alianza con los odiados ocupantes y enguirnaldar los tanques que habían tratado de volar por los aires sólo unas semanas antes.
El primer ministro Maliki tiene a su disposición un gran ejército, aparentemente leal, y una amplia fuerza de milicias y policial para sostener y proteger el Estado iraquí. El ejército afgano es variopinto, apenas entrenado, en su mayoría analfabeto y plagado por deserciones – compuesto y comandado desproporcionadamente por tayikos, despreciados por los pastunes. La policía depende de sobornos para su supervivencia. Como señala el profesor Juan Cole: “Toda la provincia de Qunduz, al norte de la capital, sólo tiene 800 policías para una población de casi un millón. En contraste San Francisco, de un tamaño similar, tiene más de 2.000 policías y muchos menos ‘militantes’ armados.”
El argumento central de Obama a favor de la intervención es la afirmación que hizo en West Point de que el objetivo fundamental de destruir a al Qaeda sólo se puede lograr destruyendo a sus anfitriones, los talibanes, y que esa tarea requiere más soldados. Pero existe evidencia de que durante los recientes meses de disputas internas sobre las opciones de EE.UU., Obama y sus consejeros nacionales de seguridad de la Casa Blanca no mostraban confianza en esa proposición.
En la lucha entre la Casa Blanca y el general McChrystal, el Pentágono y su secretario de defensa Robert Gates (un vestigio de los años de Bush), el consejero de seguridad de Obama, general James Jones, planteó a Bob Woodward del Washington Post la pregunta de por qué al Qaeda iba a querer irse de su refugio actual en Pakistán a las inseguridades de Afganistán.
McChrystal devolvió rápidamente el golpe en su discurso de Londres ante el Instituto de Estudios Estratégicos: “Si los talibanes tienen éxito, eso provee un refugio desde el cual al Qaeda puede operar de modo transnacional.”
Días después, el New York Times informó de que “altos funcionarios del gobierno” decían en privado que el equipo de seguridad nacional de Obama “argumenta ahora que los talibanes en Afganistán no plantean una amenaza directa para EE.UU.”
Al detallar esa lucha semi-oculta, Gareth Porter, el analista de seguridad nacional basado en Washington, argumentó el miércoles pasado aquí, en el sitio de CounterPunch, que a Obama le cierra el paso una alianza de Gates y la secretaria de Estado Clinton, más McChrystal y el almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto, en “una demostración de libro de cómo el aparato de seguridad nacional asegura que su preferencia política en temas de fuerza militar prevalezca en la Casa Blanca.”
Aunque Porter argumenta bien, es dar demasiado confort a esos liberales desconsolados, pero eternamente esperanzados, que argumentan que realmente hay un “buen Obama” que combate contra fuerzas más oscuras. En un marco de tiempo más amplio, si alguien se cerró el paso respecto a Afganistán fue el propio Obama quien pasó gran parte de la campaña el año pasado tratando de desviar las acusaciones de McCain de que era un perdedor en cuanto a Iraq, proclamando que el verdadero campo de batalla de EE.UU. estaba en Afganistán.
Hubo ciertos tonos mesurados poco usuales en el discurso. Obama es probablemente el primer presidente de EE.UU. que declara directamente que “no podemos simplemente ignorar al precio de estas guerras… Por eso el compromiso de nuestras tropas en Afganistán no puede ser ilimitado: porque la nación que estoy más interesado en construir es la nuestra.”
Hay que contrastarlo con la bravata presupuestaria del presidente Kennedy cuando proclamó en su discurso inaugural en 1961 que “pagaremos cualquier precio, soportaremos cualquiera carga… a fin de asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad.”
Después del discurso –particularmente después de que los sondeos mostraron que no habían logrado aumentar el sentimiento a favor de la guerra– los demócratas se mostraron sombríos, bien conscientes de que tendrán que cargar una guerra impopular durante las elecciones de mitad de período de 2010 y que Obama se volverá resueltamente hacia los republicanos en el Congreso para conseguir los votos necesarios para obtener el dinero para financiar la ampliación de la guerra. De la izquierda vinieron promesas de reanimar el movimiento contra la guerra, inactivo durante los dos últimos años.
Hay gritos quejumbrosos de destacados activistas como Tom Hayden, que ahora promete que eliminará las pegatinas de Obama de su coche. Tal vez lo haga. Nuestra visión aquí en CounterPunch es que Lady Macbeth se sacará esas malditas manchas de sus manos antes de que los progresistas estadounidenses se liberen de la obamafilia.
Fuente: http://www.counterpunch.org/
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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