El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, va por su tercer mandato presidencial. Según los más recientes sondeos, todo indicaría que efectivamente puede llegar a ser elegido una vez más como primer mandatario. Eso, al menos, es lo que revela un sondeo de opinión recientemente realizado por la empresa Invamer Gallup, divulgado por la emisora radial Caracol en Colombia. De acuerdo a ese estudio, el porcentaje de entrevistados a favor de una nueva candidatura de Uribe pasó del 58% al 64% en el último bimestre. La encuesta, según indicó Jorge Londoño, director de Invamer Gallup, fue realizada con 1.000 personas entre el 3 y el 7 de septiembre en cuatro de las mayores ciudades del país -la capital Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla- con un margen de error del 3%.
Al mismo tiempo, según indica el estudio, la popularidad del presidente también subió del bimestre mayo-junio al de julio-agosto del 68% al 70%. Si bien el camino para lograr que efectivamente Uribe vuelva a ocupar el Palacio de Nariño por un nuevo período es largo y escabroso y aún hay un buen trecho que andar para conseguirlo, todo indicaría que el narcotraficante número 82 según los documentos desclasificados de Washington no está tan lejos de hacer realidad su sueño. Como algo complementario, pero no por ello menos importante, valga observar que cuando es Hugo Chávez quien busca su reelección, la derecha mundial sale a señalarlo como autócrata a perpetuidad satanizando furiosamente su figura. Con Uribe, que no hace sino lo mismo, no. Conclusión: no hay prensa objetiva, y los cantos de sirena de quienes airados piden libertad de información, son sólo eso: cantos de sirena, vacíos, inconsistentes; aunque lo peor de todo: hipócritas.
Es sabido que hay tres tipos de mentiras: las culposas, las piadosas… y las estadísticas. De todos modos, asumiendo que la referida investigación fue seria -al menos la consultora de marras goza de mucho prestigio en el ámbito de los estudios de opinión-, podrían intentarse algunas lecturas del hecho en cuestión: por un lado, poner en duda los datos (aunque la Gallup pocas veces suele equivocarse), por cuanto la muestra no sería consistente. La población urbana no es toda la población del país, y en ese sentido la investigación podría tacharse de sesgada. Aunque es sabido que, en general, esos estudios, hechos con verdadero rigor científico, no se equivocan. La otra lectura posible es buscar entender por qué tan buena parte de la población colombiana optaría por este mandatario una vez más. ¿Qué pasa con los colombianos?
Ninguna respuesta a este tipo de cuestiones puede ser simple, monocausal ni superficial. Por el contrario, se anudan ahí intrincadas sobredeterminaciones. Podríamos estar tentados de sacar conclusiones rápidas, y por ello mismo parciales: “los colombianos están despolitizados”, o “están cansados de la guerra”. O, mucho más injustamente: “son unos tontos que se dejan manipular”. Si dijéramos eso, los tontos seríamos nosotros. La situación colombiana es tremendamente compleja, imposible de simplificarse con cualquiera de esas variables reduccionistas.
Asumiendo que los datos aportados por el estudio referido son ciertos: ¿qué significan entonces? Quizá hay un entrecruzamiento de causas. Algunos años atrás, un estudio de Naciones Unidas señalaba que en su gran mayoría a la población latinoamericana no le importaba tener un gobierno autoritario, “antidemocrático” (según los patrones que manejamos de democracia, claro está: democracia formal, absolutamente antipopular y restringida, democracia sólo representativa, parlamentaria) si ello le posibilitaba resolver sus angustias económicas. Pese al estupor de los funcionarios de la organización internacional ante tamaña muestra de “incivilidad”, el dato debe permitir entender en su justa medida lo que eso significa para la gente. Mientras se aseguren las necesidades básicas, el formalismo político no cuenta. Desde el pobrerío, eternamente excluido de la toma de decisiones y sólo concentrado en su sobrevivencia, siempre dificultosa por cierto, ¿a quién le importa realmente el mandamás de turno? ¿Acaso cambia eso su situación de pobre? Aunque, lo sabemos, muchas veces es ese pobrerío al que, manipulación mediante, se lo moviliza para defender intereses que no son suyos. Dicho de otro modo: el esclavo piensa con la cabeza del amo. Y así vemos ejércitos de pobres muriendo por “su” patria, defendiendo a ultranza la propiedad privada sin tener dónde caer muerto, eligiendo y reeligiendo en las urnas o endiosando a quien fuera su victimario, su torturador, su enemigo irreconciliable. La “tontera” es una muy frágil explicación. Hay algo más, sin dudas.
Algo así de complejo debe intentarse desarrollar para entender los datos de esta reciente encuesta en Colombia. Si desde fuera de ese país algunos sectores -eso es importante destacarlo: “algunos sectores”, los más politizados y progresistas, pero no todos- ven en Uribe la encarnación de lo más reaccionario y conservador de las expresiones políticas locales y continentales, la gente de a pie no repara tanto en eso. Lo curioso -¡desesperante! podríamos decir desde otro punto de vista- es que la población no atienda tanto a esas expresiones de proyecto político y opte por lo más inmediato, lo más primario: el aseguramiento de la economía básica. O, al menos, opte por lo que a todas luces es un manejo mediático tendencioso, hipócrita, pero que le seduce. Hoy por hoy Álvaro Uribe aparece en lo interno de su país como alguien que ofrece una administración prolija, y si bien la pobreza existe, todas las baterías mediático-ideológicas apuntan a mostrarlo como el artífice de un presunto bienestar nacional.
Fenómenos similares se suceden por todas las latitudes: Silvio Berlusconi en Italia, George Bush hijo en Estados Unidos, el dictador Hugo Banzer en Bolivia o el represor Antonio Domingo Bussi en la provincia argentina de Tucumán. ¿Por qué la gente elige y reelige a probados asesinos, genocidas, dictadores, gente de ultraderecha reñidas con los principios mínimos de la democracia y que no son sino verdugos de sus pueblos? Decir que “por tontos” es demasiado simple, y fundamentalmente: injusto. También la gente, a veces, reacciona y con su movilización quita de en medio a esos impresentables, aunque no haya luego un proyecto político sostenible bien encaminado con que sustituirlos (también de eso hay innumerables ejemplos: desde el “caracazo” de Venezuela, las movilizaciones campesinas en El Alto, en Bolivia, o en Ecuador, hasta la reacción visceral de la población argentina ante el “corralito” de Fernando de la Rúa, o las volcánicas reacciones espontáneas de los inmigrantes africanos en París o de la población afrodescendiente en Los Ángeles, Estados Unidos, movida por odios anti-racistas, que motivó un alerta roja a nivel nacional).
Uribe, sin discusión, es un personaje siniestro. Los intereses que representa no tienen nada que ver con el grueso de la población, con el pobrerío, con el ciudadano de a pie. Ser el dirigente de un gendarme regional, el Israel de Medio Oriente traspasado a Latinoamérica, ser el presidente del país que abre sus puertas al imperialismo más agresivo de la historia para que instale en su suelo todas las bases militares que necesite su geopolítica de dominación continental, no es precisamente un cetro digno de un humanista, de un pacifista, de alguien que vele sinceramente por los intereses de su pueblo. Pero es evidente que a Uribe eso no parece importarle; si pasa a la historia como el mandatario latinoamericano que más hizo por la guerra regional -galardón de dudosa reputación, por cierto- hasta es probable que lo festeje.
El papel que juega Colombia (no los colombianos) en el tablero de la política hemisférica es bastante triste. O patético. Es la avanzada del colonialismo imperialista más agresivo que pueda concebirse. Ello, si bien puede enmascararse en una supuesta lucha contra el narcotráfico y el siempre impreciso “terrorismo” internacional, no es sino el proyecto estratégico de dominación de los recursos del subcontinente latinoamericano desplegado por las clases dirigentes de Estados Unidos: energéticos, agua dulce y biodiversidad de las selvas tropicales, y al mismo tiempo: control de cualquier intento de subversión política que pudiera surgir en el área. ¿Para qué, si no, tamaña maquinaria militar?
El desmedido armamentismo de Colombia (con el presupuesto militar más alto de toda la región, más alto incluso, porcentualmente, que el del propio Estados Unidos) no es una buena noticia para los latinoamericanos. Una potencia regional armada hasta los dientes, como Israel en el Medio Oriente, es una bomba de tiempo. Por lo pronto -la experiencia de aquella zona nos lo deja ver de modo trágico- ese desbalance de fuerzas lleva imperiosamente al rearme regional. Y de allí, al uso de todo ese potencial bélico. ¿Para qué otra cosa que para usarlas se podrían comprar las armas si no?
En Latinoamérica hemos entrado en un rápido proceso de militarización, desconocido hasta ahora en toda la historia de ya dos siglos de vida independiente de las naciones liberadas de los imperios español o portugués. Con el hipercrecimiento de las fuerzas armadas colombianas, comparativamente las más grandes de toda la región, viene la respuesta de Venezuela y de Brasil. No hay aún armamento nuclear en juego, pero ¿cuánto tiempo podrá pasar para que lo haya? La revolución bolivariana está comprando armas a granel a Rusia, mientras que Brasil se está super armando con apoyo de Francia, para pasar a ser la principal potencia militar regional. ¿Será eso lo que, en definitiva, busca la geoestrategia de mediano plazo de Washington? ¿Divide y reinarás? ¿A quién puede convenir un enfrentamiento armado regional? ¿Y qué papel jugaría toda esa parafernalia bélica de Estados Unidos en un presunto conflicto de esas características?
Si bien hoy no suenan aún tambores de guerra, en cualquier momento eso podría comenzar a ocurrir. Las nuevas bases estadounidenses en territorio colombiano no son simples puestos policiales para controlar el tráfico; están ahí, con capacidad de intervenir en forma inmediata en toda la zona latinoamericana desde el Caribe hasta Tierra del Fuego con material de la más refinada teconología, no por altruismo precisamente. Y es el presidente Uribe el principal artífice de que ello sea posible. La Casa Blanca no sólo no ha dicho una palabra ante la posibilidad de su nueva reelección como presidente, como sí lo ha hecho, o como ha impulsado a reaccionar a todos los operadores del caso, ante la reelección de Hugo Chávez, sino que, por el contrario, lo ve con buenos ojos. Obviamente, necesita gobernantes genuflexos fieles al libreto que imponen los sectores dominantes del imperio, que no son otros que el complejo militar-industrial.
Ante este nuevo escenario de rearme urge levantar voces que condenen la militarización. El reciente encuentro de presidentes de UNASUR en Bariloche, Argentina, de donde se esperaba que pudiera salir una condena en ese sentido, finalmente fue aguado. Más allá de pomposidades de la declaración, nada se hace en concreto para impedir el avance de las instalaciones militares estadounidenses en el medio de nuestros países. Como se preguntaba Peter Marchetti: “¿qué diría Washington si, por ejemplo, Alemania o China quisieran instalar una base militar en suelo estadounidense?” En ese sentido: ¿por qué nosotros tenemos que aceptar esa provocación del imperio en nuestras narices? ¿Por qué tolerar esa agresión descarada de las siete bases en Colombia? Rafael Correa, respetándose a sí mismo y tomando en serio el mandato que le dio su pueblo eligiéndolo como presidente de su país, Ecuador, mandó quitar la base militar norteamericana de Manta. ¿Por qué Uribe no hace lo mismo con las instalaciones de su país? La pregunta es tonta: Uribe es un operador de la estrategia de dominación imperial de Washington, disfrazado de latinoamericano.
Ahora bien: ¿por qué mayoritariamente la población de su país no lo ve así? ¿No nos estaremos equivocando nosotros en nuestro análisis entonces? No, sin dudas que no: el presidente Uribe, más allá del montaje mediático fabuloso que le puede permitir hoy no bajar su popularidad, no trabaja para los colombianos. Dudar de eso es dejar espacio al imperio para que siga avanzando sobre Latinoamérica. ¿Qué hacer entonces?
Recientemente ciudadanos colombianos (oficialmente, sin ningún apoyo de la potencia del Norte) llamaron por medio de internet a una movilización mundial contra Chávez. Movilización, por cierto, que fracasó, pues no movilizó casi a nadie. Simétricamente ¿podemos llamar entonces a una movilización contra Uribe? ¡“No más Uribe”! podríamos titularla.
Viendo que este tipo de movilizaciones tienen algo de artificial, que no son apropiadas realmente por los pueblos y no hacen parte en verdad de un plan de lucha popular sino que, en todo caso, son eslabones de las estrategias imperiales para desacreditar y frenar las movilizaciones de base, debemos pensar otras vías. ¿Servirá una carta pública firmada por miles y miles de ciudadanos del mundo, desde personalidades internacionalmente reconocidas a ciudadanos comunes, dirigida al mismo presidente Uribe y a otros personajes claves: al Secretario General de Naciones Unidas, presidentes de otras potencias, al Papa, al Dalai Lama, pidiendo su no reelección en las próximas votaciones por ser la cara visible de esta militarización que comienza a vivirse en Latinoamérica? ¿Podrá ello ayudar para crear un clima antibélico? ¿Podrá ello contribuir con un humilde granito de arena para crear conciencia antiimperialista y pacifista entre colombianos y no colombianos? ¿Podrá ello ir más allá de la reunión de UNASUR y su tibia declaración?
Si una tal carta sirviera para todo ello, pues dediquémonos a eso entonces. Quede esta breve nota como propuesta concreta ante todos las/los lectores de este medio. Aprovechemos el internet y estas páginas no contaminadas con el discurso de los poderes fácticos como plataformas realmente alternativas. ¿Quién escribe la carta?
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