El 4 de septiembre de 1970, en horas de la noche, la nación chilena tomó conocimiento del triunfo electoral del candidato a la Presidencia de Chile, el doctor Salvador Allende Gossens. A esas horas, millones de chilenos salieron a festejar la victoria de la “Unidad Popular”, la coalición de partidos de izquierda y centroizquierda que esa noche, a fuerza de votos y en plena guerra fría, había logrado abrir las puertas de La Moneda a un movimiento de orientación socialista.
Esa misma noche sonaron las alarmas en el seno de la oligarquía chilena y en Washington. Henry Kissinger, secretario de Estado, hizo patente su disposición a poner término, lo más pronto posible, a la experiencia de la vía chilena al socialismo.
Lo mismo pasó en los centros del poder económico de Chile. La conspiración para derrocar a Salvador Allende empezó esa misma noche. Y comenzó a tomar forma dos meses después, apenas el nuevo presidente tomó posesión de su cargo el 4 de noviembre.
Parte central del plan de derrocamiento del gobierno popular chileno fue el financiamiento estadounidense a la subversión interna. Millones y millones de dólares fueron destinados al pago de las actividades de la oposición golpista.
Hasta el 11 de septiembre de 1973 nada había dado resultados. Como ahora ocurre en Venezuela, el gobierno de Allende no pudo ser descarrilado.
Del catálogo de medidas subversivas y golpistas puesto en operación en Chile hace cuarenta años, todo ha sido ensayado ya en Venezuela. Incluso el golpe de Estado. Al imperialismo y a la derecha chilena sólo les quedan ya dos cartas: el magnicidio y la invasión militar estadounidense.
El magnicidio, desde luego, no es sencillo. Hugo Chávez ha aprendido a protegerse. Por eso mismo pueden crecer los deseos de Washington por jugar la carta de la invasión militar directa.
Para Hugo Chávez y sus millones de seguidores y simpatizantes, la experiencia chilena ofrece muchas enseñanzas. No sólo en el conocimiento de los mecanismos golpistas y de los antídotos para éstos. También en las dolorosas, sangrientas y prolongadas consecuencias del derrocamiento y asesinato de Salvador Allende.
Pero no quisiera uno imaginar qué pasaría en Venezuela si, en un momento de locura, la cúpula estadounidense se decidiera a repetir en la patria de Bolívar las insensateces cometidas en Vietnam, Irak y Afganistán. Quizás en la Casa Blanca prefirieran recordar las experiencias de las invasiones en la República Dominicana en 1965 y de Panamá en 1979. En estos dos casos los resultados de la agresión fueron positivos y casi sin costos políticos y en vidas de soldados para EU.
Sin embargo, desde mediados del siglo XX, la constante histórica en estas aventuras colonialistas es mucho más parecida a Vietnam, Irak y Afganistán que a Panamá o la República Dominicana: inmensos sufrimientos del pueblo invadido, pero la derrota final del invasor.
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