A dos meses de la llamada Cumbre de las Américas, donde Obama anunció una nueva etapa en la relación con los vecinos del sur, se produjo el golpe de Estado en Honduras, dirigido –como afirmó Hugo Chávez– al eslabón más débil de la Alba
. Tal vez otro de los objetivos de las fuerzas de ultraderecha del establishment involucradas fuera desacreditar las expectativas sobre las presumibles buenas intenciones de Obama hacia Latinoamérica, pero si el cuartelazo, como ha trascendido, salió de la base de Soto Cano, con la aprobación del Comando Sur, de funcionarios del Departamento de Estado y con la complicidad del mismísimo embajador estadunidense Hugo Llorens, ¿no es Barack Obama en su condición de cabeza del Ejecutivo el comandante en jefe de las fuerzas armadas y el superior de la señora Clinton? Lo cierto es que han pasado más de cuatro meses desde el golpe y las acciones del gobierno de Obama han sido débiles, tardías y contraproducentes al objetivo proclamado de restituir al presidente Zelaya. Con la mediación de su vasallo Óscar Arias, Washington dio respiración artificial a los golpistas justo en el momento en que quedaron totalmente aislados y repudiados por la ONU, la Unión Europea y hasta por la OEA. Más tarde, en el momento en que el ingreso clandestino de Zelaya al país unido al empuje de la resistencia popular ahondó la crisis política de la dictadura, el Departamento de Estado y la Casa Blanca prosiguieron alimentado un marco negociador que enfatiza en reconocer a la dictadura como actor principal de una solución política, como se ha demostrado en los últimos días. Sus acciones, en suma, han ido encaminadas a socavar la legitimidad del presidente Zelaya y a que, en el mejor de los casos, se le restituya sólo con carácter protocolar y sin tiempo para influir en el resultado de las elecciones del 29 de noviembre, las mismas que Estados Unidos y la OEA pretenden convalidar no importa el clima de represión masiva y ausencia de las más elementales garantías democráticas que las ha precedido. Todo sin tocar un pelo a los golpistas, ni desmantelar la estructura institucional en que se originó el golpe, ni sancionar a los autores de la feroz represión desatada. Todo, en fin, a espaldas del pueblo.
Por otro lado, tenemos las siete bases militares de Estados Unidos en Colombia y con ellas la cesión adicional a la fuerza aérea de la potencia del norte de siete aeropuertos civiles del país para que también los utilice a su antojo. Como bien dice el documento del Pentágono cuyo facsímil publica la revista colombiana Semana en su última edición, se trata de una oportunidad única
para realizar operaciones contra gobiernos antiestadunidenses
. Léase Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Nicaragua, El Salvador, Guatemala; no se diga Cuba y, ¿por qué no?, también podrían ser Brasil y Argentina. En fin de cuentas lo que decida Washington según su conveniencia. Es muy certero afirmar que Colombia se ha convertido en una gran base militar yanqui y dada su privilegiada posición geográfica se transforma por eso en una amenaza sin precedente para la libertad y la independencia latinoamericanas que exigirá una gran batalla popular por sacar esas bases.
El otro asunto que pone en solfa toda la retórica obamiana de una nueva etapa
en el trato con América Latina es el bloqueo a Cuba, que continúa intacto, infamia que el gobierno de Estados Unidos intenta justificar, como se vio en boca de su representante en la ONU Susan Rice después de la condena a la medida genocida por 187 de los 192 estados miembros del organismo. Es penoso el espectáculo de una inteligente mujer afroestadunidense de antecedentes progresistas trasformada en una arrogante vocera del cruel castigo al pueblo cubano, pero en el fondo, como en el caso de Obama, ocurre que quieran o no, al llegar a la Casa Blanca o claudican de sus anteriores ideales o tienen que irse, como ha ocurrido ya con varios de los colaboradores del afroestadunidense.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2009/11/05/index.php?section=opinion&article=023a1mun
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